domingo, 15 de noviembre de 2009
Wirakocha: Una metahistoria. Por Ruben PIlares Villa. Peru.
Wirakocha: Una metahistoria
(Rubén Pilares Villa)
Muchos acontecimientos y experiencias con lo trascendental, por sus peculiares connotaciones e implicancias sugieren no adherirse exclusivamente al dato histórico y su determinismo progresista, sino más bien, examinarlos desde la particular ecuación de sus elementos materiales y espirituales, sobre todo en sus trazos maestros, donde palpita un universo que subyace profundamente bajo la superficie de la conciencia ordinaria, es decir, como una Metahistoria que conjuga simultáneamente suelo, sangre, tradición e intensidad interior.
De esa forma, dicha Metahistoria descubre significados trascendentes en ciertas acumulaciones y secuencias de hechos donde coinciden por una vez o repentinamente, la horizontalidad de la dimensión cotidiana de la experiencia humana con la verticalidad de un haz resplandeciente de eternidad proveniente de nuestras genuinas fuentes.
En este ensayo, reproducimos tres experiencias con el Dios Wirakocha, cada cual explicitado conforme a su particular “momentum”, lo interesante, es percibir la evidencia de que tal como lo anotó Georges Dumézil “el más antiguo pasado puede habitar en todo momento posible”, y además, que la proyección del hombre hacia la eternidad no siempre se efectúa linealmente, sino que muchas veces se da a manera de irrupciones esenciales, ya que la experiencia numinosa puede filtrarse a través del mito, la historia, la literatura, y “hasta en un silencio que provenga del corazón”, en otras palabras, mediante todo aquello que logra alcanzar el centro de nosotros mismos; es entonces que esta Metahistoria, es decir “lo más que histórico”, que conduce e incita hacia la consideración de las referencias espirituales de ciertos eventos “fundacionales”, que a nuestro entender, son los únicos pueden salvar esa fractura actual entre los valores y los hechos o entre el mito y la historia, cuyo devenir está formado por unidades de tiempo discontinuo y que al ojo avizor puede proporcionar ciertos derroteros indispensables para conocer o siquiera intuir, el genuino carácter de lo real.
Las tres experiencias que aquí presentamos, muestran cómo es que en lo recóndito de la conciencia humana existen ciertos instantes saturados de eternidad, intensidad y misterio, permitiendo al hombre dotado de una sensibilidad cuyas raíces se nutren en su particular Tradición Espiritual, sumergirse en el núcleo intemporal de la memoria de su sangre y suelo, por eso que por ejemplo, en el caso del Inca Ripac, su experiencia transformadora tiene analogías con lo anotado por un poeta de la forma siguiente:
« Ese relámpago súbito, esa flama de incandescencias, arroja un brillo momentáneo pero eterno sobre mi vida en el tiempo. Un silencio extraño entra en el alma y la gran paz invade el ser. La visión, el relámpago, son momentos supremos de identificación, de realización conciente, unciendo mi ser con su designio revelado. La conciencia suprema, la presencia sentida a plenitud, trajo consigo un arrebato que me llevó más allá de la alegría, hasta un conocimiento que trasciende la razón y a una certidumbre más intensa que la vida misma, infinita en serenidad y armonía.»
I. Visión del Inca Ripac Yupanqui[1]
Cristóbal de Molina el del Cusco relata la leyenda mítica de la aparición del Sol al Inca Yupanqui de la siguiente manera:
Hallábase de camino el príncipe con dirección al palacio de su padre en Sacsahuaman, a cinco leguas del Cusco.
Al tiempo que llegó cerca de un manantial llamado Susurpuquio, vio caer en el agua una tabla de cristal y, acercándose a ella, vio una figura de hombre.
De la parte posterior de la cabeza le salían tres rayos resplandecientes y debajo de las axilas unas culebras enroscadas. Llevaba como tocado un llauto como el del Inca y como las de éste unas vistosas orejeras. Eran también similares sus vestidos. De entre las piernas salía una cabeza de un puma y sobre las espaldas otro puma, cuyas patas se apoyaban sobre uno y otro hombro del personaje, y una culebra le recorría el cuerpo de arriba abajo y por atrás.
Espantóse Inca Yupanqui e iba a huir, cuando escuchó que se le llamaba por su nombre con una voz que salía de dentro de la fuente. Oyó que le decía: “Venid acá, hijo mío, no tengáis temor, que yo soy el Sol, vuestro padre, y sé que habéis de sujetar muchas naciones; tened muy gran cuenta conmigo de me reverenciar, y acordaos en vuestro sacrificio de mí”.
Dichas estas palabras, la figura se esfumó y quedó como un espejo la tabla de cristal que el Inca recogió y guardó, y en la cual se dice que veía todas las cosas que quería.
En recuerdo de esta visión, Inca Yupanqui mandó labrar una estatua del Sol en la forma como se le había aparecido.
-o0o-
II. La Experiencia de Julio C. Tello[2]
Es una roca como hay muchas en la puna. Desde lejos parece como si se hubiera sentado allí un gigante y que ensimismado tan profundamente, hubiese olvidado todo lo demás. Está un poco inclinada hacia delante y forma, por consiguiente, una techumbre. Aquí buscan cobijo los pastores de llamas, y las llamas también, cuando el viento de la puna hace barruntar hielo. Y a veces viene desde muy lejos un sacerdote, porque es una roca como no hay dos en la puna. Cuenta entre las huacas más importantes del Perú. De esta roca, según refiere la tradición, salió una vez Wirakocha y se apareció ante aquel pastor de llamas que, como Inca, tomó el nombre de Wirakocha . El Dios despertó hacia el alba al príncipe que habíase quedado dormido bajo el techo roqueño y le avisó. Los peregrinos que vienen a esta roca, pasan allí la noche como el príncipe inca esperando que el Dios los despierte y hable.
Yo todavía no la había buscado nunca. Sin embargo, en aquel tiempo excavábamos por las inmediaciones, aunque sin éxito. Nunca había dado menos de sí una excavación. Pero no era eso lo que me oprimía. En mí se habían ido acumulando preguntas, en más de treinta años de investigaciones. Y algunas preguntas se me quedaban clavadas como flechas con garfios: «Nunca podrás descifrarme…» Y eso fue lo que un día me impulsó a efectuar la prueba con la roca de Wirakocha. Si ya un día le había dado su consejo a un príncipe inca, pensaba yo, y a otros muchos que acudieron a ella, ¿por qué no había de dártelo a ti? Y vine. Me puse en camino al atardecer. No estaba lejos: menos de dos horas. Estaba cansado, no sólo por el trabajo del día. Cuanto más me acercaba a la roca, más exhausto me sentía. Las flechas con los garfios se dejaban sentir; todas las dudas que, desde hacía años, no me dejaban en paz. El ocaso se espesaba; por consiguiente, tenía que darme prisa para no extraviarme.
Pensaba en el regio pastor de llamas que había sido desterrado a la puna por su padre, el que lloró sangre, porque ya cuando niño había derribado imágenes de los Dioses.¿Por qué sabía yo eso? ¿Quién me lo había contado? Cavilé.
Y he aquí que, de pronto, se coloca uno a mi vera: un indio con arreos de viejo español. Lo conocía desde hacía más de treinta años. Era el nieto del Inca Poma de Ayala.
-Puedes creerme- dijo, y también a mis cuadros. Y también a lo que te ha contado Garcilaso…
Aun antes de que pudiese replicar una palabra, surgió otro: el navegante Sarmiento. Dijo airadamente:
-Durante años he realizado interrogatorios. Cómo eran realmente estos Incas, que han inventado muchos cuentos sólo con objeto de hacer que los españoles aparezcamos como diablos.
Yo conocía a Sarmiento muy bien, y cuando le miré, a él y a Poma, escrutadoramente, cara a cara, no pudieron resistir mi mirada. Se retiraron y seguí andando. T otras preguntas se alzaron en mí: ¿De donde trajo el décimo Inca, que navegó hacia el Oeste «para probar si su estrella lo iluminaba también en el mar», cráneos de caballo y el trono de bronce? ¿Cuándo llegó a hacerse el Sol más poderoso que la Luna? ¡Quién había erigido la Puerta del Sol? ¿Quién la destruyó?
Un Padre se me acercó a largas zancadas. Empezó a hablarme del reino Pirua.
-Pirua Manco fundó el reino que de él recibe el nombre. Y este primer amauta no era un idólatra…
-Y Ofir fue el primer peruano- completé yo
Eso hizo que el Padre se detuviera. No estaba acostumbrado a que le cortasen la palabra.
Estaba sólo cuando llegué a la roca. Y ella también estaba a solas. No había allí ni siquiera una llama. Me senté y esperé, hasta que la noche se hizo un manto negro.
Me atormentaban demasiadas preguntas para poder dormir. En la oscuridad se alzaba ante mí la piedra verde de Chavín, la torre de las cabezas. Huaca, yo de allí… ¿De qué allí? ¿Cuánto tendría que retroceder para llegar al comienzo de Chavín? ¡Dónde empezaba el Perú?
Me faltaba valor para hacerle preguntas a la roca. Se me ocurrió pensar en el viejo cuentista Montesinos, al que yo había ofendido. A él nunca le había asaltado duda alguna; para él Ofir fue el descubridor del Perú, y su lista de reyes del reino Pirua resultaba incontrovertible: «Fueron ciento dos…» Uno de los últimos amautas me había preocupado con frecuencia: Tupac Cauri. Si Montesinos no estaba en un error, este amauta, lo mismo que el emperador chino Chen-Huang-Ti, había hecho quemar cuidadosamente todo lo escrito. Eso podría contárselo yo a la roca, pensé; tal vez ella me oyera, tal vez me corrigiese cuando resultara demasiado extravagante. Y empecé aproximadamente como decía aquella historia: Aquel amauta Tupac Cauri se nombró séptimo Pachacuti, después que hubo conseguido restaurar de nuevo el reino Pirua. No consiguió en muchos años rechazar a los pueblos del Sur. Entonces los sacerdotes le explicaron el motivo de sus fracasos:
-Porque permites que también en el pueblo se haya extendido la escritura- dijeron. –No debías consentir que escribiesen en hojas, como es ahora costumbre general. Sólo los iniciados debieran poder leer. Nosotros inventaremos una escritura que sea para pocos.
Y entonces inventaron los cordeles de nudos. Y lo que estaba escrito fue quemado…
Yo espiaba para ver si la roca aceptaba la historia. Ella no decía nada. Tal vez no había oído nada en absoluto. Pendía pesadamente sobre mí y tapaba la mayor parte del cielo. Renuncié a contar historias. Envuelto en mi capa, terminé por dormirme.
No soñé, estuve tendido como una piedra… hasta que alguien me despertó. Me incorporé entumecido. Ya la noche no estaba negra, la mañana apuntaba en el aire. No veía a nadie, solamente a la roca. Aparecía extrañamente viva en el alba.
-¿Eres tú quien me ha despertado?- le pregunté
Y entonces vía al Dios. Primero reconocí las huellas de lágrimas que colgaban de las comisuras de los ojos. Vi los grandes ojos, sombras pesadas. El rostro de Wirakocha, inconfundible, se alzaba en la piedra. Los ojos aguardaban mis preguntas. Estaba tan fuera de mí, que tuve que hacer un esfuerzo para formular las preguntas.
--Quién eres?- le pregunté, -¿Desde cuando existes?-
El Dios en la roca me miraba con expresión petrificada, como si no quisiera darme nunca una respuesta.
_¿Por qué no a mí?- quise saber, - Te he buscado durante toda una vida… ¡con mucha más pasión que todos esos que tuvieron que venir desde muy lejos!
Me refería a franceses, alemanes, norteamericanos.
Claramente oí entonces la pregunta:
-¿No has recorrido tú un camino más largo? ¿No estuvieron tus antepasados sometidos al Inca y no fueron, a su vez, sus antepasados alfareros Chimús, tejedores Chavín, cuyos antepasados fueron plantadores, cazadores primitivos? ¿No seguías tú las huellas de las manadas de bisontes? ¿Sólo tienes que entrar dentro de ti mismo!
Temblando de sorpresa dije:
-Quizá sólo por eso encontré millares de cosas, quizá por eso las cosas me hablan. Pero las cosas no dicen lo bastante. Y, a veces, mienten.
Me traspasó una mirada que me hizo callar. Proseguí con más prudencia:
-No nos dicen lo mismo a mí y a los otros… ¿cómo puede ser eso?
-No es culpa de las cosas- llegó la respuesta
Me sentía tan turbado, que empecé a dudar si estaba o no despierto. Palpé la roca. Estaba dura, fría y no reaccionaba. Me puse violento.
-Nunca me he complacido en mí mismo- grité a la roca, -Excavé y excavé todo lo que pude. Estoy dispuesto a reconocer mis errores. Pero dime en qué tengo razón y en qué no. No dejaré de preguntar-
Resplandeció la roca con la primera luz de la mañana. El rostro de Wirakocha empezó a desvanecerse. Ya sólo veía borrosamente la huella de las lágrimas. Se apoderó de mí el temor de que el Dios pudiera desaparecer. Y le conjuré:
-¡Dame una respuesta como al pastor de llamas; no me niegues tampoco tu consejo!
Y entonces la roca me entregó su secreto. La voz que oí me contó cómo había sucedido aquello realmente:
El príncipe venía aquí a menudo, porque aquí se encontraba al resguardo del viento y la lluvia. Las llamas se apelotonaban en torno a él. Pero él no las veía. No veía otra cosa que su preocupación. El destierro lo paralizaba. Había en él rebelión contra su padre, que obraba como si no hubiese enemigos del reino inca, como si no hubiese ningún peligro. Y he aquí que él, el príncipe inca, veía venir a los Chancas.
-¡Porque tú le avisaste- dije, -porque te le apareciste!-
-Tienes razón- dijo entonces la voz. –Porque me necesitaba, me sacó de la roca. Él sabía cómo era su padre y pensó: «Ahora, cuando vaya yo con Wirakocha, no tendrá más remedio que oírme» Y entonces me vio en la roca. Antes yo había sido una roca como hay tantas en la puna. Sólo por medio del príncipe inca me convertía en lo que soy ahora.
Ya tranquilo del todo, me quedé mirando fijamente a la roca. Y, por fin, le pregunté:
-¿Quieres decir que él sacó su saber de sí mismo, no de ti?
Una última vez se dejó oír su voz. Me respondió:
-Se lo dije por medio de él mismo… igual que ahora estoy hablando contigo. ¿Por qué no habría de hacerlo, puesto que soy un Dios?
Era de día. No veía al Dios. El Sol se alzaba ardiente en el cielo. El día estaba allí y lo sumergía todo en su dura luz. Despertaba la puna. No sentía frío y regresé al sitio donde estábamos excavando.
Aquel día descubrimos una imagen del Dios que me había despertado junto a la roca, zarandeándome…
-o0o-
También existen casos, en los que el hombre descubre de manera plena a la luminosa fuente que lleva en sí durante los instantes últimos de la muerte, algo de esto se ha podido recoger en base a testimonios de aquellos que por diversas circunstancias “retornaron” de los nebulosos límites de la vida. Sin duda, una visión tal depende mucho de la orientación y la intensidad de una existencia en constante “peregrinaje hacia las fuentes”, pero como anotaba alguien, aun hoy, existen muchas puertas para ingresar en el mismo cuarto, una de esas, muestra el siguiente relato:
Dos Extractos de la novela “Chima Panaca”[3]
La serena atmósfera de la ciudad sagrada se halla ligeramente alterada: en las panacas hay una discreta pero intensa actividad; los preparativos para el Huarachicuy concentran el interés de las mayorías y los comentarios no hacen sino confirmar anhelos y expectativas.
Entre los cerca de setecientos jóvenes que se preparan para las competencias que comprende la celebración del Huarachicuy, se halla uno que si bien su aspecto físico no denuncia nada particular, sus modales y voz sí tienen un algo de singular.
Los padres del muchacho, junto con los primeros rayos del Sol, le habían entregado las sandalias que al día siguiente utilizaría. Durante el rito, brevemente le habían dejado entrever las reliquias de su Panaca, pero cuando quiso efectuar un escrutinio más detallado, las delicadas manos de su madre cubrieron suavemente sus ojos, en un ademán como si le enjugara lágrimas. Entonces, su padre habló de las tradiciones de la panaca...
Sentimientos antagónicos se agitaban en el alma del joven. Pese a que en el Yachayhuasi, los amautas le habían enseñado a lograr serenidad concentrando sus pensamientos en un solo objeto, ahora que estaba enterado de que la muchacha que atraía su alma se había prometido con el hijo del Señor de una comarca recientemente incorporada al Imperio, todo le resultaba opaco, sin interés, entre ello su futuro desempeño en las pruebas del Huarachicuy
Sólo la intuición de su madre había logrado entrever su ánimo, por eso, por la mañana le había permitido no sólo acercarse, sino hasta ver ligeramente las reliquias de la panaca, algo que desde mucho tiempo atrás concitaba fuertemente su curiosidad, pues, cuando lograba estar sereno, desde allí le parecía percibir un llamado extrañamente familiar, sobre todo, desde el día en que niño de siete años, halló un halcón herido entre los riscos de su montaña tutelar, el Huanacauri. Conservaba en el brazo derecho las indelebles marcas que las garras del ave le produjeron cuando sumido en inusual euforia logró atraparla; también era imborrable la honda cicatriz que tenía entre la sien y el ojo izquierdo, desde aquella vez que descuidó el trato reservado con el halcón. Tres años cuidó secretamente del ave, hasta que cierto día, descendiendo de su montaña tutelar, llamó su atención los chillidos y acrobacias de una pareja de halcones.
Reconociendo al halcón, se detuvo a observar, -no recordaba por cuanto tiempo-, pero las evoluciones de los alígeros semejaban por instantes la danza ritual de su panaca, después, uno de los halcones descendió hasta el borde de un alto risco de la montaña y dejó evolucionar sólo a su halcón. Este, luego de trazar un círculo sobre su pareja ejecutó una serie de maniobras que demostraban fuerza, velocidad y perfección de vuelo; en seguida, planeando lento, se aproximó hasta ligeramente rozarlo para quedarse inmóvil unos instantes ante su rostro, en seguida, batiendo sus alas extendidas lanzó un agudo chillido que atravezó dolorosamente su pecho, retomando vuelo con lentitud; ya en el aire, ascendió en círculos cada vez más amplios, hasta que al llegar a cierta altura, a su llamado, se le unió su pareja.
Por un momento, los halcones detuvieron su vuelo, estaban en un ángulo en que su visión daba directamente al Sol del Mediodía. Ahora, sólo recordaba que casi enceguecido por el resplandor solar, le pareció notar que los dos halcones se fundían haciéndose uno, para elevarse raudamente hasta desaparecer en la brillantez transparente del astro rey.
Tres días después del suceso, su madre entre confidencia y reproche le contó que peregrinos del Collasuyo, lo habían hallado sin conocimiento y, que todos esos días había estado musitando sin cesar el nombre del Padre Sol, Inti...
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La mujer había advertido la presencia de una rara ave posada sobre la copa del árbol al que dedicaba mayor atención en su bello y cuidado huerto.
Intrigada, se aproximó hasta cierta distancia para poder distinguirlo con cierto detalle: era de mediano tamaño, de color negruzco por encima y blanco ceniciento en el pecho.
Raro halcón, -se dijo-, nunca había visto por aquí uno de esas características. Trató de saludarlo mentalmente y lo que percibió como respuesta fue la visión de un rutilante azul oscuro tachonado de estrellas de oro y plata, simultáneamente, una blanca brillantez enceguecedora.
Hizo un desesperado esfuerzo para no caer por el vértigo que le produjo la visión. Algo dentro de ella le dijo que eso que percibía como halcón era en realidad una etérea partícula insondable de la eternidad de Wirakocha..., se estremeció atravesada por una especie de angustia que parecía le haría estallar en incontables haces de luz...
Cuando recuperó su habitual serenidad, dióse cuenta que había estado allí bastante, mucho tiempo, entonces, rápidamente se dirigió hasta su morada, mientras pensaba que era ya tarde para visitar al amauta y consultarle acerca de su experiencia con el raro halcón. Un aura de ternura y melancolía saturó su rostro antes de entregarse al sueño.
Muy de mañana, los chillidos del extraño halcón la despertaron. Rápidamente se aseó, para de inmediato ir hasta la morada del amauta.
Recorriendo las solitarias calles del Qosqo, en el corazón percibió con intensidad, que sus piedras emanaban misterio y eternidad. Se dijo que todo eso era inusual, y al apurar el paso, se sintió invadida por una penetrante congoja que atenazaba su garganta.
Ingresó directamente a los aposentos del amauta, olvidando casi toda etiqueta; lo halló en su recámara, desde el dintel de la puerta le dirigió sus saludos con voz que intentaba parecer sosegada. No obtuvo respuesta. Él se hallaba dándole la espalda, sentado en su familiar tiana, con el rostro dirigido hacia el Sol naciente, que en ese momento lo iluminaba por completo con sus rayos que penetraban a través de una ventana-hornacina de regular dimensión.
Se acercó con cuidado y, al intentar tomar con delicadeza una de las manos del amauta, presintió algo extraño..., con creciente ansiedad fue al encuentro del rostro que ahora brillaba saturado por la luz matinal... los ojos estaban abiertos contemplando serenamente al Sol.
Fue en ese momento que el sonido de un vigoroso aleteo llamó su atención, comprendió entonces que el raro halcón de la tarde anterior, desde la ventana-hornacina silenciosamente había esperado su ingreso a la recámara y ahora, con circunspecta dignidad se lanzaba al aire.
A su vista, trazó en pausado vuelo un círculo, luego, lentamente remontó hacia el Huanacauri...
[1] Historia del Perú Antiguo, Tomo IV, Luis E. Valcárcel, Editorial Juan Mejía Baca, Lima 1978.
[2] Oro y Dioses del Perú, Hans Baumann, 1966. Editorial Juventud, Barcelona, España.
[3] Chima Panaca, Dionisio Inca Yupanqui, (Inédita)
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