El destino de los hombres
El principio de identidad
Cada cual en su lugar, ocupando su sitio. Cada cual es cada cual y así ha sido siempre. Para que podamos vivir en armonía y sin conflictos debemos respetar el espacio de los demás y no salir de nuestro propio espacio. Así ha sido siempre, pero aún así, siempre hubo conflictos. Tal vez es necesario comprender este fenómeno, eso que a veces llamamos destino, designio o simplemente suerte. Para saber si realmente así ha sido siempre, y si -aún con esa certeza- podría ser diferente.
¿Quienes somos?, ¿quién soy? ¿Cómo me identifico ante los demás y ante mí mismo? Las preguntas iniciales parten por este asunto: la identidad.
Desde que el hombre tiene memoria ha tenido nombre, oficio, ocupación, ese algo que lo hace individuo, ese algo que le da características propias que lo diferencian de los demás. Ser varón o mujer, viejo o joven, alto o chato, gordo o flaco, hablador o callado. Ahí está nuestra primera identificación, en aquellas cosas que no podemos cambiar de nosotros, nuestro aspecto físico, biología; todo lo que nos lo ha proporcionado la naturaleza misma.
Pero los humanos no somos sólo naturaleza. A lo largo de miles de años hemos desarrollado el razonamiento, construido cultura y sociedad. Entonces ahora, al identificarnos, juega un papel importante con quien nos identificamos, a quienes consideramos nuestros similares y a quienes diferentes. Lo que hace surgir una identidad colectiva, grupal.
Somos como nos vemos
Cada individuo tiene particularidades, algunas naturales (biológicas diríamos) y otras más bien culturales, que combinan las habilidades innatas con los roles que la sociedad nos ha proporcionado: el puesto, el trabajo, la especialidad, el mérito, el “don”. Esto que pareciera surgir mágicamente en lo más profundo de nuestro ser, pero en realidad está marcado por las oportunidades que nos proporciona la vida, es decir la sociedad. Que las ha ido creando a través de la historia, influenciada por las necesidades individuales de muchos como nosotros.
En todo grupo social de determinada sociedad, existen roles marcados: jefes, trabajadores, guerreros, etc. Estos roles varían según los avatares de su historia y según el pueblo al que nos refiramos. Los roles son muchos y muy diversos. Para sobrevivir se acepta el rol que la “suerte” o el “destino” nos haya asignado, así sea el ser esclavo o sirviente. Claro que en esa pelea constante que es la vida, casi todos queremos mejorar nuestra condición, obtener reconocimiento[1], ascender siquiera un poquito.
Los roles se asumen de varias maneras, por muchas influencias y la confluencia de determinadas circunstancias. Desde las habilidades de cada sujeto, la crianza de los mismos y -no hay que olvidar- las circunstancias que se presenten en su vida. Pero no son fijos y únicos, pues un mismo individuo puede asumir varios roles, según los espacios en los que participa (en el barrio, la familia, el trabajo, un grupo político, religioso, etc.) Por decir, al inscribirse en un curso de origami, automáticamente se está ingresando a un nuevo grupo y allí también se formarán roles (el más hábil, el más chistoso), aunque estos roles sólo funcionen las pocas horas que dura el curso.
Los roles comienzan en la familia
En una familia típica hay padres e hijos, hay una madre y un padre, aveces también tíos, primos y abuelos. Como nuestra sociedad es patriarcal el rol de jefe lo tiene el padre, como esta sociedad es machista hay diferencias marcadas entre los hijos y las hijas, y como además la sociedad está jerarquizada, en una familia grande alguien asume el rol de “gran padre”, quedando luego los otros padres y luego los hijos. Los roles familiares reproducen los roles sociales, y viceversa.
El tema de género presenta la primera división marcada de roles. La mujer es la mujer y el varón el varón. Esta división obedece también a factores culturales, mientras en occidente es el hombre el que manda y la mujer quien cría a los hijos, entre los iroqueses ambos compartían el gobierno, hay pueblos en los que ambos padres cuidan a los hijos y hay otros en los que es toda la comunidad la que realiza esta crianza. La mayoría de las sociedades conocidas han sido patriarcales, conocemos de algunas pocas matriarcales (los tallanes por ejemplo) y en muchos pueblos “primitivos” los roles fueron equivalentes.
El dios cristiano es hombre, porque su sociedad es patriarcal y machista. Los dioses indígenas siempre incluían la dualidad: macho-hembra, y hay divinidades que podríamos llamar homosexuales, al ser a la vez machos y hembras, en distintas culturas. Pero el mundo actual exige ser “varoncito” o “mujercita”, los niños con los niños y las niñas con las niñas, separados por la costumbre y para reproducir la civilización que los ha criado tan distanciados entre sí. Mencionamos ese dios varón que es Jehová, debemos recordar también que es un dios viejo, y allí aparece otro marcado rol, el generacional, el grupo de contemporáneos, con quienes se comparte el tiempo que se vive.
El individuo colectivo
A estas alturas uno ya se definió como varón o mujer, joven o viejo, y debe además, aceptar el rol étnico y de clase que le proporciona el mundo: pobre o rico, negro, indio o blanco, culto o “popular”, en resumen, ese reflejo de la sociedad que se legitima precisamente en cada uno de los individuos que asumen su rol. El color de la piel y los rasgos físicos son los elementos principales de esta diferenciación, pero están también el idioma, las costumbres, la religiosidad, los gustos musicales, hasta el apellido y, como no, el dinero. Asumirse de la clase, etnia, cultura o subcultura a la que se pertenezca es asumir los roles que afectan tanto lo individual como lo social.
Entre los roles grupales o colectivos tenemos a los guerreros, los sacerdotes, agricultores, comerciantes, jefes o caudillos, artesanos, etc. Muchas veces el rol individual está determinado por el rol grupal, pero claro, dentro de este también hay matices y aunque ni todos los artesanos son iguales ni todas las labores del campo implican la misma vida, el sentirnos iguales a otros nos da un rol compartido. Casi siempre es dentro de su grupo donde uno asciende (“progresa”, “se supera”), pues los roles colectivos son a su vez una suma de roles individuales.
Cuando nos ponemos a pensar cómo sería la vida sin un colectivo al cual pertenecer, basta recordar la historia de Pedro Serrano[2], perdido en una isla durante varios años, o recordar a los ermitaños que al alejarse del mundo, alejaban al mundo de ellos. Hay mucha diferencia entre una soledad deseada y una soledad inesperada, pero en todo caso, la sensación de estar fuera del mundo es inevitable. Así como Serrano ignoraba lo que pasaba en la sociedad, también la sociedad lo había olvidado, y cuanto más San Antonio vivía autoexiliado, se envolvía en asuntos ajenos a los que sus contemporáneos enfrentaban. Y hasta esto es un rol más, el rol del náufrago, del olvidado, del excéntrico que se aparta del mundo, en fin, siempre un rol, aún a pesar suyo.
Entre la seguridad y la aventura
En todo esto ¿dónde queda el instinto? Pues nuestra racionalidad no nos aleja de ser “animales racionales” como bien dijo Aristóteles. Muchas veces es esto lo que nos impulsa a tomar decisiones que contravienen con el pensamiento bien pensado. Salvar la vida o arriesgarla por la vida de otros, a veces nomás por un sueño, que sin embargo lo sentimos más importante que la vida misma.
Cuando los españoles se adueñaron del Tawantinsuyu, la reacción de la élite inka quedó reflejada en los líderes del momento. Manko Inka decidió arriesgar su puesto expulsando a los españoles de sus tierras, para lo que emprendería una guerra en condiciones desfavorables. Su hermano Paullu Thupa, segundo al mando y vuelto de cierta expedición, tenía ciertas fuerzas pero prefirió apoyar a los nuevos jefes, prefiriendo mantener sus privilegios aunque fueran reducidos, antes que arriesgar perderlo todo.
La historia está llena de hechos similares. El que arriesga todo por un sueño, ya sea la libertad, la aventura, el amor; como Juan Salvador Gaviota[3] queriendo volar más allá de la bandada. Y el que prefiere la seguridad antes que el riesgo, aunque así termine traicionando a su gente. Acepta la derrota que le permitirá vivir sin grandes penurias, antes que el riesgo que podría darle la gloria, pero también podría darle la desgracia. Uno puede preferir lo seguro, aunque deba renunciar a gran parte de sus sueños, otros prefieren apostar por sus sueños aunque pierdan la seguridad ganada.
Por eso se suele equilibrar los sueños con la realidad, soñar un poco pero cuidando la seguridad. De lo contrario nos aplasta el grupo social, la tradición, la costumbre. Nos aplasta el mundo entero. Pero hay quienes sí eligen lo inseguro, aunque les vaya mal. Curiosamente, estos son los que hacen la historia, los héroes que los demás admiran.
La capacidad de elegir
He llegado a pensar que toda la vida consiste en un constante y complejo enfrentamiento entre el destino y los sueños, entre el rol que nos tocó y el que quisiéramos. Tal vez el punto central de esa confrontación está en la capacidad de elegir, de priorizar uno u otro aspecto. Debemos recordar que la necesidad de elegir se nos presenta muy pocas veces, y casi siempre depende de algunas circunstancias u oportunidades. Pero en la vida hay muchas oportunidades pequeñas que por lo general son ignoradas por ser pequeñas, y es ese constante ignorar de la mayoría lo que permite a algunos individuos aprovecharlas.
Todos estamos en el mismo saco, la vida nos entrelaza de tal forma que nuestras elecciones terminan siendo producidas por la sociedad antes que por nosotros mismos. Por decir, alguien puede enorgullecerse de haber escogido estudiar lo que él quiso, sin mediación de nadie, pero olvida que no escogió estudiar, eso ya se lo implantaron de antemano. Y así, elegir el trabajo, la pareja, los amigos, en fin, una infinidad de elecciones que obedecen a nuestro contexto.
Nadie escogió la familia que le tocó y casi siempre a los amigos los tuvo que escoger dentro del rol grupal en el que se encuentra la mayor parte de su vida. Esto es lo bonito de la vida, porque imagínense lo que sería tener que andar escogiendo todo sin tener claro dónde hacerlo. El problema surge cuando los sueños comienzan a chocar con tu propio entorno, porque es fácil soñar con el progreso cuando todos tus similares sueñan con lo mismo, o soñar con la libertad en un pueblo sometido. Pero soñar soltar ataduras que tu propia gente mantiene como algo necesario, es bien difícil.
Tengamos claro que en la sociedad todo se reinventa constantemente, nada será igual por mucho tiempo, por lo tanto, nada es seguro. Podemos elegir cómo participar en ese eterno juego, podemos escoger ser simples espectadores o actores de la vida, arriesgándonos, soñando y tratando de vivir nuestros sueños, que quizás en parte o quizás más tarde se conviertan en realidades, impulsando a soñar nuevos sueños.
[1] Esto lo menciona el tan mentado Fukuyama en su tan mentado libro “El fin de la historia y el último hombre”.
[2] Esta historia está relatada en la segunda parte de los “Comentarios” del Inca Garcilaso.
[3] El famoso libro de Richard Bach
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario