lunes, 15 de febrero de 2010

cabrones de mala fe. por j bayly.

Soy un hombre rencoroso y a mucha honra. Recuerdo minuciosamente a los que me humillaron. Olvido con facilidad a los que fueron amables conmigo.
De joven crees ingenuamente que todos deben ser buenos y amables contigo y cuando te encuentras con un cabrón de mala entraña que te insulta, te hace pasar un mal rato, te traiciona o te humilla, te resulta extraño, sorprendente.

Tal vez sería prudente suponer que todos somos unos cabrones de mala entraña y que lo excepcional, lo infrecuente, lo inhumano, es que te encuentres a alguien que sea leal y amable y buena gente contigo.

Mi familia está llena de cabrones de mala entraña (incluyéndome, por supuesto). Es mi familia, pero no por eso me impide ver las cosas con claridad y reconocer a un cachafaz, a un crápula, a un gaznápiro, a un memo mentecato, a un fantoche o facineroso.

Mi padre fue un cabrón de mala entraña. Al menos lo fue conmigo y no se tomó vacaciones para joderme la vida. Me insultó, me humilló, me pegó, vengó en mí todas sus amarguras y frustraciones. No digo que fue un cabrón de mala leche con todos los demás. Para mi sorpresa, hay gente que lo recuerda como un hombre risueño, caballeroso y encantador. Pero conmigo fue un cabrón de cuidado, un cabrón armado y un cabrón lisiado y ya se sabe que los cojos son todos malos o a punto de ser malos.

Mi tío Bobby es uno de los tipos más miserables, avaros, despóticos y malvados que conozco. Se parece al viejo millonario tacaño de los Simpson, sólo que en su versión amariconada. Disfruta humillando a sus empleados del servicio, humillando a cualquiera con poco dinero o poder, burlándose de los que tienen que soportar sus bromas crueles e hirientes a riesgo de ser despedidos. Recuerdo cómo lloraba Mario, mi amigo, el jardinero, contándome que había ido desde su casa en los arrabales hasta la casona cochambrosa de Bobby y que el calvo mala leche de Bobby se había negado a pagarle lo que le debía (una cantidad ínfima, desde luego). Es un cabrón cosmopolita y profesional, un cabrón de lengua afilada y venenosa, un chismoso vocacional (podría decirse que se parece a mí o que yo me parezco a él). Además es un adulón de los poderosos. Por ejemplo es amigo servil de Alan García (en esto, por suerte, no nos parecemos). Menudo dúo de cabrones retorcidos y genios del mal que se reúnen semanalmente a engordar sus panzas oceánicas.

Mi tía Lucy, enana, mala como casi todas las enanas, vieja ya, amargada como casi todas las viejas, es una mujercilla intrigante, chismosa, envidiosa, siempre sembrando cizaña y deseándole desgracias a los demás. Cuando mi hermana mayor enfermó de cáncer, su esposo, un panzón con nombre heroico, tuvo el gesto heroico de llamar a mi madre para decirle, tan atinado él, que no se hiciera ilusiones, que mi hermana era ya un caso perdido, que moriría pronto. Lindo gesto el de mi tío heroico. Amorosa su llamada. Mi hermana sigue viva. Y ese par de cizañeros envidiosos también, que yo sepa. Si hay un Dios y ese Dios me escucha ahora (alabado seas), ruego que ese par de enanos cuyes rastreros mueran antes que mi hermana. Sería lo justo.
Mi padrino, mi tío Carlos, es o ha sido ginecólogo y se ha pasado media vida metiendo sus manos en vulvas y matrices vaginales (membrana femenina que juraría que Bobby no ha tocado nunca) y es naturalmente un buen tipo, aunque su verdadera vocación es la del alcohólico consumado y amante de las conspiraciones y golpes militares. Trataba a mi padre con gran cariño y eso lo adecenta en mi recuerdo. Se ha peleado con el avaro de Bobby por unas acciones de la minera y eso lo enaltece. No me saludó en el funeral de mi padre y eso lo menoscaba en mi memoria. Fue ministro de Fujimori y eso le da una dimensión cómica, esperpéntica. Sus hijos son todos ambiciosos, trepadores, vulgares y matones, algunos parecen subnormales o contrahechos o fallas genéticas. Mi prima se casó con un magnate griego y luego con un magnate peruano ya algo veterano. Que ambos fueran magnates fue, desde luego, una casualidad, una cosa azarosa, puramente fortuita, no debemos ser suspicaces. Que no me invitara a su boda no fue, claro está, una casualidad.

Yo tuve un tío que extrañamente no era un cabrón de mala entraña. Era encantador, divertido, guapísimo, un playboy mítico, idéntico a Julio Iglesias. Se llamaba John Bayly. La última vez que lo disfruté de su desbordante simpatía estaba en un restaurante de San Isidro con su novia y me llamó a la mesa y me invitó sangría y abundantes pizzas y me trató con un cariño infrecuente entre mis tíos. Era un gran tipo el legendario John Bayly: seductor profesional, risueño, alegre, jodedor, listo para el dinero y las mujeres, amante de la buena vida, siempre riendo, bebiendo y alegrándole la vida a la gente mustia y pusilánime. Era un ganador en toda la línea. Nunca olvidaré la noche que me dejó conducir su auto rojo deportivo último modelo (un Alfa Romeo, creo) y me dio la confianza que nunca me había dado mi padre. Murió joven, de cáncer. Le salió un hijo idéntico a él (aunque levemente menos guapo) que, de pura casualidad, de pura buena suerte, se casó con una millonaria heredera de un grupo minero.

Yo a los mineros les tengo cierta hostilidad. Destruyen la ecología, envenenan los ríos, intoxican a los pobladores vecinos, se apropian de la riqueza que se esconde en el subsuelo de las tierras de los campesinos (cuando esa riqueza debería ser del dueño de las tierras, de los campesinos), tratan a los obreros que malviven en los lóbregos socavones con los pulmones envenenados como animales y uno se pregunta, hechas las sumas y las restas, cuál es la contribución que hacen al mundo estos mineros codiciosos como el vil tacaño de mi tío Bobby: venden minerales, pagan impuestos (menos de los que debieran) qué bien, gran trabajo artístico, ecológico, intelectual. Todos los empresarios mineros podrán tener mucha plata (mucha más de la que tengo yo), pero yo respeto más a un poeta, a un cantante, a un pintor, a un cineasta o a un escritor. Mi tío Bobby tendrá mil millones de dólares pero moralmente me parece una sanguijuela porque no sabe tratar con una mínima humanidad a la gente pobre, desvalida. Por supuesto, si viene Alan a su casa, ya está Bobby enjundioso, jacarandoso, bailándole una zarzuela con Carlos Raffo, el otro pusilánime adulón de Alan que se cree chef cuando sólo es un solícito mayordomo.

Mi hermano Miguel es un cabrón de mala entraña y además es un subnormal, un oligofrénico, un loco maluco, un macho vacuno castrado. De niño le dieron tantas pastillas y palizas que ahora es un asno que rebuzna o un buey que arroja saliva espumosa. Ha robado todo lo que ha podido hurtar, tiene una larga carrera en el mundo del hampa (una vez me llamó una chica en Miami diciéndome llorosa que Miguel le había robado su colchón). Ahora dice que es empresario. Dice que alquila autos. Dice que se ha reformado. Además le dice a mi madre (y ya se sabe que mi madre se cree todo lo que le dicen) que es fervoroso creyente del Opus Dei y luego lo encuentran en discotecas patibularias con señoritas que se ganan la vida posando en calendarios eróticos que cuelgan los mecánicos en sus talleres para hacerse una paja fugaz, aceitosa, mientras están echados debajo del auto averiado. Menudo cleptómano y cachafaz es mi hermano Miguel, que además, siendo gordo como una foca, dice que quiere pegarme. Que intente pegarme: yo llevo conmigo una pistola israelí Jericó con silenciador y ocho proyectiles en la recámara y además me acompañan dos escoltas armados. Nada me gustaría más que regalarle una lluvia de plomo a ese jabalí acojudado.

Álvaro Vargas Llosa, con su cara de intelectual sabihondo y estreñido que se ha nombrado presidente moral del mundo y Dalai Lama del liberalismo global, es el cabrón de peor entraña que conozco. Mal bicho, culebra escamosa, desleal, traidor, rencoroso, fariseo, vengativo, creo que no le cae bien a ninguno de los amigos que fuimos sus amigos y ahora lo recordamos como si fuera la viruela, el sífilis o la gonorrea. Es la confirmación de que dos primos hermanos tal vez no deberían tener hijos: por mucho que se amen y se calienten sobándose los susodichos primos, al final te sale una criatura no del todo humana, un fanático enjuto y avinagrado que quiere gobernar el mundo y que sólo es amigo de los que le pagan y que ha de tener una cola enroscada de porcino como en los cuentos de Gabo o un aguijón de alacrán o veneno letal de tarántula en los testículos colosales. Álvaro es con seguridad uno de los bichos más torvos y desleales que conozco y no hay en el Perú una sola persona que lo extrañe, que yo sepa.

Mario Vargas Llosa es también un cabrón de mala entraña (o lo ha sido conmigo hasta un punto en que colmó mi paciencia) pero se le disculpa porque tuvo un padre que fue un maldito resentido perdedor abusador y porque ha hecho una carrera amorosa en el incesto, primero con la tía, después con la prima hermana, lo que me parece que humaniza sus rasgos de cabrón de mala entraña y demuestra que al menos ama a su familia, o a la parte de su familia que se puede montar. Sólo por eso (y por algunos de sus libros) le tengo simpatía. Yo siempre quise montarme a una prima y una tía (no a la tía enana malediciente) y no lo conseguí (aunque a una prima lejana me la monté en un hostal de Miraflores y fue como montarme a un bufeo).

Naturalmente, y como es público y notorio, yo también soy un cabrón de mala entraña y cultivo el rencor como una forma de arte incomprendido y cuando sea presidente o monarca o dictador vitalicio me ocuparé de vengarme de todos estos cabrones de mala entraña que son mis enemigos porque eligieron dicha senda innoble que les costará la vida o lo que les queda de ella. Mi padre ya está muerto, pero los demás (a saber: el tío Bobby amariconado y avaro y cruel y mamón de Alan; el tío Carlos macerado en vino y todos sus hijos pendencieros, soeces, chocarreros, de quijadas como cuchillos; la tía Lucy y su esposo de nombre heroico, enanos imperceptibles al ojo humano pero dotados de secreciones venenosas, capaces de matarte de un salivazo certero; el Gandhi de nuestro tiempo, Álvaro Vargas Llosa, predicador de la virtud y la sabiduría y tan leal como un cuervo o una hiena hambrienta; el Premio Nobel del Incesto, Mario Vargas Llosa, preclaro pensador liberal y matón aficionado que le zampó un puñete a García Márquez en un teatro mexicano, haciendo un paréntesis o hiato creativo en su flemática tolerancia liberal: si él se había cepillado a su tía y a su prima hermana, ¿no podía comprender que Gabo deseara a la mujer del prójimo?) se las verán conmigo cuando sea presidente: a Bobby lo haré vivir en un socavón y lo obligaré a tocar una vagina; al tío Carlos le daré de beber sólo agua; a sus hijos los mandaré a pelear con una tribu africana antropófaga (puede que ellos se coman a la tribu entera); a la enana y su esposo heroico los encerraré en su mesita de noche; al Gandhi de nuestro tiempo, predicador peripatético y un tanto patético, lo nombraré embajador en Puerto Príncipe y a su padre lo someteré a un combate a doce asaltos con Kina Malpartida, alias “La Vengadora de Gabo”. Cabrones de mala entraña: están avisados.

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