De derecha-izquierda, debates presidenciales y candidatos
Beltrán Gómez Híjar
En tiempos de elecciones la dualidad del espectro político-ideológico se difumina, desaparece. Nadie quiere ser tildado como alguien de derecha o izquierda. Todos son, ideológicamente, de centro. Pero en política el centro no es una posición ideológica, sino una posición estratégica. ¿Cómo saber, entonces, en qué lado late el corazón de un político candidato? No mediante en lo que promete hacer, sino en cómo pretende hacerlo. Tanto Carlos Marx como los más representativos ideólogos del liberalismo tenían como objetivo supremo hacer del hombre un ser libre. He ahí la coincidencia. La desavenencia estaba en el “cómo” hacerlo libre.
Los debates presidenciales que no están diseñados para exponer el “cómo” son inútiles, intrascendentes, fútiles. En este tipo de eventos se debe hablar de cómo piensan hacer realidad sus promesas, no repetir (y aumentar) lo que ya han ofrecido (¿y engañado?) a los votantes (forzados, en el caso de países con voto obligatorio). ¡Qué fácil es ser candidato en las democracias débiles y mediáticas de hoy! Para obtener el máximo poder en una sociedad no se requiere ciencia (que nos ayuda a transformar una realidad), sino técnica (saber usar la retórica para convencer al ciudadano y obtener su voto). El que domina el verbo, domina el mundo.
Disfracémonos de candidato presidencial por un momento, y empecemos con la típica introducción (el deseo compartido): “Compatriotas, vengo a decirles que ha llegado el momento del cambio, de la transformación, de dejar la pobreza y convertirnos en un gran país, con oportunidades para todos”. Ahora, el momento de tocar el lado sensible del votante y hacerlo sentir primordial para uno (empieza la mentira): “Ustedes son lo más importante de esta gran nación, ¡ustedes mujeres que con su trabajo fuera y dentro del hogar son el soporte de este país! ¡Ustedes jóvenes, que con su ímpetu y ganas por salir adelante me inspiran y empujan a luchar por una sociedad más grande! ¡Ustedes…” De aquí en adelante podemos agregar el segmento poblacional que se desee, si vota, hay que hacerlo. Si a los populistas les faltara electores, y si pudieran urdirlo, ampliarían el voto a las mascotas “¡porque ellos también viven en este país!”
Luego llega el momento de la identificación, la mentira se personaliza, el Yo cambia, entra en metamorfosis según el público, según la región donde se esté, pues si algo no tienen bien estructurado muchos de los políticos es el Yo: “Yo también fui pobre como ustedes, me crié en un hogar con carencias, pero nunca me rendí, trabajé duro para salir adelante y ser alguien en la vida”. Luego el Yo puede transformarse en un hombre de campo, en un obrero, en uno de la selva, y quizá en un astronauta si existieran habitantes permanentes más allá de la atmósfera.
Seguidamente el cenit del discurso de la falsedad, las promesas: “Combatiré la pobreza y el hambre, creando millones de empleos dignos y bien remunerados. Mejoraré la educación aumentando el sueldo a los profesores y construyendo miles de escuelas. La salud será para todos, pues edificaré cientos de hospitales y todos tendrán un seguro de salud de calidad. La inclusión social será mi prioridad, porque los pobres deben integrarse al desarrollo nacional. Para ello, pondremos énfasis en los programas sociales, llegaremos al último rincón del país, ¡porque yo fui pobre y sé lo que se padece en la pobreza!”
Mientras más necesidades, más promesas y más mentiras, pues las tres son directamente proporcionales. Las promesas son tan generales, que se confunden con el deseo general, con “el deseo común”, parafraseando la expresión “el bien común” ¿Pero qué definen realmente ambos constructos? En un mundo donde cada vez hay menos consenso y más diversidad de pensamiento, cada vez se hace menos aprehensible y compartible lo que se entiende por “bien común”. Así, cuando los políticos hablan del bien común pocos los entienden. Por ello, cuando obtienen el poder y formulan sus políticas, estas no obtienen la aprobación y legitimación, pues las personas no las consideran producto de un “consenso”, de un “pacto social”, sino que las ven como una imposición. He ahí una de las raíces de la crisis de la democracia. La diversidad de las fuentes de información y la velocidad vertiginosa con la que se construye nuevo conocimiento, crean una multiplicidad de creencias, ideas, cosmovisiones, convicciones, cada una de duración tan corta que convierte las “verdades” de hoy (desde las políticas hasta las espirituales) en falsedades del mañana.
Y podemos cerrar el discurso del político candidato con un mensaje esperanzador-apocalíptico-fundacional: “Pero todo esto cambiará. La luz del desarrollo está cerca, el fin de la pobreza se aproxima. No más engaño, no más robo al pueblo. Con su apoyo cambiaremos este país, solos no podemos, lo haremos con ustedes. No dejaremos que las fuerzas que siempre nos han gobernado lo sigan haciendo, pues si lo permitimos llegará el fin, la pobreza se ahondará y la injusticia pulverizará nuestras esperanzas. ¡¿Dejaremos que eso suceda?! ¡¿Permitiremos que sigan actuando impunemente?! ¡No! ¡Pues hoy declararemos nuestro nuevo día de la independencia! ¡Desde hoy forjaremos al nuevo hombre del mañana!”
Cuando un político tiene el complejo adámico, cuando cree ser el iluminado, el único que experimentó la epifanía proveedora del conocimiento verdadero y último, los ciudadanos deben ponerse alertas. Aquel político que pretenda interpretarnos la “verdad” y sobre ello construir “la verdadera sociedad”, lo único que hará es coartar libertades individuales diluyéndolas en supuestos derechos colectivos. No existe tal “arquitecto social” bondadoso, pues el político candidato de hoy que pretende diseñar una sociedad desde el poder por sí solo, dejando de lado la capacidad de los individuos para construir su destino y entorno, no es más que el autócrata y déspota del mañana.
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